El Mundo. Domingo, 20 de junio de 2010. Suplemento "Crónica".
“Tengo miedo”, me dice Salma mientras me sujeta en la cabeza los alfileres que transforman una bandera blanca en un pañuelo que podría servir para decir adiós o para rendirse en una guerra, pero que ahora hábilmente manipulado por los dedos de Salma (ella no quiere que diga su verdadero nombre), se convierte en la forma de marcar a una mujer. Salma me muestra las distintas modas de llevar el velo: la de las jóvenes, la de las ancianas, la de las chicas chic. El velo más que un símbolo religioso, es el sello de la pertenencia a una comunidad y como tal tiene tantas o más sutilezas que el lenguaje de los abanicos de nuestras abuelas.
Ella lo lleva cada día en la calle. En cuanto llega a mi casa su primer gesto es quitárselo. Sin él Salma es una española más aunque haya nacido en Argelia. Una joven bonita y alta, elegante con sus pantalones vaqueros. Cuando se lo pone para salir a la calle ella misma me dice: “Ahora me pondré el pañuelo y para todo el mundo me convertiré en una mora”. Durante un tiempo se lo quito pero el qué dirán y los deseos de su marido hacen que lo lleve. Salma ha trabajado conmigo durante diez años y puedo atestiguar que no lleva el pañuelo por deseo propio: quitárselo es enfrentarse a las personas que quiere. Ella cree que los hombres lo usan para “marcar” a sus mujeres porque ellos no llevan ninguna señal de su pertenencia al Islam. “Ese es el meollo de la cuestión. Ellos pueden tener novias no musulmanas pero nosotras sólo podemos ser de un musulmán. Es una marca para que seamos sólo de ellos”.
Salma quiere ser una buena musulmana pero también quiere tener amigas españolas y moverse sin sufrir las sutiles miradas de soslayo. Ahora me dice: “Tengo miedo, de mi marido y de la gente de la mezquita. Miedo también por ti. Yo sé que tú respetas mucho el Islam pero algunos de los míos puede que no lo comprendan.” Dicen que el hábito no hace al monje y al pañuelo no debería hacer a la buena musulmana. Salma reza antes de que yo salga a la calle para que Ala me bendiga y mi paseo por Madrid y por el “hiyab” sea para bien.
Vestida con una chilaba y un velo blanco me cruzo con varios de mis vecinos. Ninguno me saluda. Ninguno me reconoce. El hábito no hace al monje y el velo es mucho más que una vestimenta. Vestida así ya no soy Eugenia Rico sino que me convierto en una extranjera. Una inmigrante quizá ilegal. Es una marca que me distingue del rebaño. Para bien o para mal. En la calle me encuentro con un amigo escritor. No me reconoce. Le saludo pero parece tener miedo de mí ahora que voy así vestida. Le explicó que es para un reportaje. No parece muy convencido. Estamos en el centro de Madrid, nadie se fija especialmente en mí aunque recibo muchas miradas hostiles. Ahora soy distinta. El velo a diferencia del niqab o del burka que son vestimentas tribales, forma parte del paisaje urbano. La discriminación que me ha contado tantas veces Salma es sutil, la gente es educada y a pesar de todo, España es uno de los países menos racistas de Europa. O eso quiero creer. Entro en un mercado, le preguntó la dirección a un policía que da un respingo y me responde lo más educadamente posible. Sin embargo cuando intento entrar en una boutique de Fuencarral y no de las más caras, el encargado y los tres empleados se me pegan, como temiendo que vaya a “mangar” algo y prácticamente me echan a la calle. “Aquí no hay nada que te pueda servir”, me dicen.
CLASISTAS, NO RACISTAS
En cambio cuando entro en una tienda barata de sol nadie me dice nada. Parece que es cuestión de precio. En el Ministerio de Igualdad me tratan con amabilidad exquisita aunque no saben nada de políticas de igualdad para las mujeres musulmanas. En la Comunidad de Madrid en Sol ni siquiera me dejan entrar. “Llame al 010, aquí está la Presidenta". El agente en la puerta es amable pero se pone en guardia.
En los grandes almacenes puedo pasar sin problemas. Hago la compra, tomo un refresco, compró el periódico. No llamo la atención. Me miran sólo las otras mujeres con velo. Me cruzo con dos o tres y todas me escrutan. No sé interpretar sus miradas aunque me inquietan. Cuando viaje por Oriente Medio el velo me servía para ser una más, aquí me hace ser distinta. El velo es una marca de los pueblos semitas. Las judías ortodoxas también tienen el precepto de cubrirse la cabeza y suelen hacerlo con una peluca. De esta forma cumplen con el precepto religioso, pero se asimilan al país en el que viven.
Unos chicos árabes me increpan por dejarme fotografiar. Nada que ver con la experiencia que tuve hace unos años cuando me puse el burka un día entero por Madrid. Ante el burka no me dejaron entrar en ningún lado. Hubo gente que quiso agredirme. El burka era el miedo, la máscara. La multitud se abría dejando un metro a cada lado a mi paso. Caminaba creando el vacio a mi alrededor. El velo es una frontera invisible que te separa sutilmente de los demás. Todo el mundo es educado y correcto pero tú estás del “otro lado. “Me gustaría romper el velo, quitarme esa marca que hace que la gente me mire, pero tengo miedo, tengo demasiado miedo” dice Salma cuando le devuelvo el pañuelo. Yo lo he llevado unas horas, ella lo lleva siempre y a menudo pienso que ese trozo de tela es una bandera blanca y como todas las banderas blancas sella una rendición.
Fotos: Antonio Heredia antonioheredia.net