Matábamos perros. No por error. Lo hacíamos a propósito y le llamamos “Operación Scooby”. Así comienza el número de Granta dedicado al 11 de Septiembre. Con la historia escrita por un soldado desconocido que vuelve de Irak de matar niñas, niños y perros y acaba rematando a su propio perro, viejo y cansado e incluso bondadoso como la decadencia de algunos imperios.
El 11 de septiembre yo estaba en Budapest con mis amigos los escritores Gzusa y Gyuri y mi traductora al húngaro Marta Patak, la persona que podría acabar cualquiera de mis novelas si me muero y si queda alguien interesado en que se acaben mis novelas y no en acabar con ellas.
Sobre el Danubio la luz era violeta y el cielo reventaba con relámpagos pero no llovía. En Gellert en los baños me tropecé con una chica rubia que lloraba y le pregunté si podía hacer algo, me contestó en inglés que nadie podía.
Entonces llamo Marta con voz de madre ansiosa: “No pasa nada, no puedo decirte que pasa, pero vuelve a casa, a casa de Gyuri y Zsusa. No quiero que estés sola en la calle". En ese momento vi que todo el mundo volvía a casa. Las calles se estaban quedando vacías y yo también.
En la casa junto al castillo (el de los turcos y para mí el de Kafka) Gyuri miraba hacia arriba con la boca abierta, hacia la televisión que repetía una y otra vez la misma imagen.
Al día siguiente, porque siempre hay un día siguiente, era 12 de septiembre y volé desde Budapest. Fui una de las personas que voló el 12 de septiembre. En el aeropuerto no dejaban entrar a los pasajeros. Aquí en Hungría había tanques rodeando el aeropuerto, la gente esperaba fuera como refugiados y soldados con metralletas pasaban entre nosotros y repartían agua.
No dejaban partir a nadie, pero mi vuelo iba primero a Munich. Y dejaron pasar a los alemanes. Los alemanes eran seguros. Yo no lo era. Me pusieron contra la pared y me cachearon.
Nunca antes me habían cacheado en un aeropuerto, ahora tendría que acostumbrarme.
Si en Budapest era el Apocalipsis, en Alemania era el gesto contenido. Nadie sonreía. Matronas con guantes de plástico abrieron nuestros bolsos y revisaron cada horquilla, cada billete del metro de Madrid, con gesto adusto. Una de ellas mientras lo hacía me dijo en inglés: “¿Duele? También dolía Dresden. Ahora hay que recordar Dresden”.
Dresden es la ciudad alemana donde se habían refugiado mujeres y niños que fue destruida cuando los alemanes ya habían perdido la guerra.
El padre de mi amiga Kerstin perdió allí a su madre y sus hermanas.
Y entonces el avión llegó a España, donde todas las pantallas del aeropuerto repetían la misma imagen, esa que ya nunca podríamos olvidar, la imagen que iba a convertirse en el final de mi novela “ El otoño alemán” y en el principio de un mundo diferente y con certeza mucho peor.
Y sin embargo, aquí el mundo no se iba a acabar, en Budapest Gyuri y Zsusa y Marta hablaban de otra Guerra Mundial, en Madrid hablaban de la cerveza y el jamón.
Porque desde entonces siempre fue septiembre.
Foto: Con Bina Shah escritora pakistaní en Iowa, inmediatamente después de la presentación del número de Granta dedicado al 11 de septiembre.
1 comment:
Gran fuerza la de tus textos. Erizan la piel. Saludos.
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