Hay escritores que escriben una y otra vez la misma novela.
Phillip Roth no es sólo uno de ellos, es el que ha hecho de la repetición de la
misma formula magistral una de las características de su genio. El esquema es
siempre el mismo: un muchacho judío americano debe alejarse de las seguridades
de su mundo y del seno de su madre para arrojarse en brazos de la terrible
amenaza gentil: la mujer gentil inquietante e impredecible que pondrá su mundo
( y el nuestro) patas arriba. Ese era el argumento de "El lamento de
Portnoy" que lanzo a Roth a la fama y también el de "La visita al
maestro", "Indignación", "Mi vida como hombre".
En "El
animal moribundo" la edad empieza a definirse como otro de los ejes,
recurrentes de Philip Roth, el paso del tiempo y la memoria como infierno
particular. Una memoria que es repetir todas las vidas como un modo de repetir
la historia.
Roth nos cuenta las preocupaciones concretas de un sector
muy concreto de la sociedad en un espacio de tiempo insignificante a veces y las eleva a preocupaciones
universales que afectan al mundo entero.
En esta transformación de lo ilimitado en infinito se une a
Hemingway y a Faulkner. Y en la repetición de su mundo limitado para
convertirlo en ilimitado hace verdadero el adagio de la escritura creativa: no
importa repetir si se repite lo que importa.
Y lo que le importa a Roth es el tiempo y la muerte, que es
lo mismo que decir que habla siempre de la soledad y de la vida. La soledad en
compañía de otros que es la condena más terrible. La soledad en el amor que es
el último castigo del pecador más terrible. Ese que decía San Agustín que no
peca porque no puede.
Por eso todas sus novelas de "Me case con un
comunista" a "Elegy" son una única novela y al mismo tiempo son
siempre una novedad, una sorpresa.
Eterno candidato al Premio Nobel la concesión del Premio Príncipe
de Asturias de las Letras no habrá sido una sorpresa para el escritor más
premiado de los modernos Estados Unidos.
Un escritor acosado por la muerte en novelas como "El
animal moribundo" o "Sale el espectro" y que la vence a través de la inteligencia. Philip
Roth ejerce la auto-ironía como el último refugio contra el fin de todas las
cosas. En "Indignación" Roth convierte la memoria en el infierno, el
infierno de recordar vidas infelices en el que parecen consistir todas sus
novelas.
Y contra ese recordar frustraciones como infierno, el
lenguaje: el placer del lenguaje laborioso y culto se configura como el Paraíso
de Roth en un mundo en el que la
familia sobreprotectora es una metáfora de un estado a la vez omnipresente e
impotente.
La madre judía sobreprotectora de "El lamento de
Portnoy" se une al padre sobreprotector de "Indignación" en una
galería de personaje conmovedores porque todos los hemos conocido alguna vez.
Personajes que pueden haber sido nuestros vecinos y que ahora son los héroes de
estas novelas de anti-héroe.
Roth es el verdadero protagonista travestido en tantos
nombres de estas novelas que hurgan en la culpa y la conciencia como si fueran
estercoleros de los que el autor siempre es capaz de extraer algo valioso.
Entre las toneladas de basura de la ciudad perdida de las palabras aparecen una
y otra vez tesoros ocultos: de conocimiento, de intuición.
Son atisbos del mundo que Roth va creando en la cara oscura
de cada novela. Ese mundo de sombras que nos permite adivinar la luz y que
acaba de valerle al autor un Premio Príncipe de Asturias.
Porque lo escrito siempre pesa más que lo escrito: en la obra
de Philip Roth y en la verdadera literatura.