Aprovecho para colgar hoy una crítica de Mar Langa Pizarro sobre La Muerte Blanca, publicada en Cincuenta y ocho artículos sobre narrativa contemporánea. Espero que os resulte interesante.
La muerte blanca es fría y dulce. Les llega a los cosacos que, ebrios de vodka, se tienden sobre la nieve hasta que los vence el sueño, y se les congela el miedo. Y les llega a los adolescentes que, como el hermano de la narradora de esta novela, fallecen dejando en blanco todas las páginas de su vida. Desde ese título simbólico, la existencia humana y la literatura se funden en la obra ganadora de la "XVI edición del Premio Azorín": «porque una novela no puede detenerse en el primer capítulo [...]. Ni un hombre morir antes de ser hombre» (p. 68); y porque «todo lo que hacemos lo hacemos para no morir. Por eso escalamos montañas, por eso escribimos libros, por eso tenemos hijos» (p. 150).
A la prosa de Eugenia Rico (Oviedo, 1972) se le nota su vinculación con la poesía, género en el que esta autora hizo sus pinitos literarios. Como ella misma ha afirmado, en La muerte blanca hay «una historia de búsqueda y resurrección que demuestra que el amor es indestructible», «un canto al paraíso perdido de la infancia, la bajada a los infiernos para buscar al ser amado y el regreso», y una «evocación de la felicidad vivida». Pero que nadie espere un relato de arquitectura narrativa, porque esta novela es, ante todo, una sucesión de retazos del pasado, entreverados con pensamientos vitales. Una búsqueda alucinada, en la que la narradora repite el juego de dudar de los límites entre la vida y la muerte: «puede que yo también [...] confunda las cosas. Quizá estoy muriendo en mi cama y pienso que estoy contando una historia en la que mi hermano ha muerto [...]. Él está a mi lado [...] Está vivo. Soy yo quien muero» (p. 116).
Se trata de un recurso que utilizaron, entre otros, Juan Rulfo (en Pedro Páramo) y Julio Llamazares (en La lluvia amarilla). A éste último, Eugenia Rico le confiesa un agradecimiento explícito en la última página de La muerte blanca; y uno implícito, cuando su personaje afirma que, años después de su muerte, descubrió que las camisetas de su hermano «olían a amarillo» (p. 190). No resulta extraño, porque el autor leonés, con el que Rico coincide en muchos de sus rasgos narrativos, no dudó en manifestar que la primera novela de esta autora, Los amantes tristes (2000), era «la mejor prueba de que sí hay buenos escritores en España».
Los amantes tristes, que Bousoño calificó de «libro excelentísimo», indagaba en el amor, la soledad, la esperanza y la amargura, a través de sus tres protagonistas, símbolos de la ruptura entre lo real y lo soñado, cuyos únicos puentes se llaman locura y literatura. La muerte blanca vuelve, en cierto modo, a los mismos temas: el amor, la búsqueda del yo, y el constante caminar hacia el futuro con la vista fija en el pasado. Convencida de que «mi hermano quería dejar huella. Yo soy su huella» (p. 46), la narradora se sumerge en el dolor para recuperar la felicidad que reside en el recuerdo. En ese viaje, falta el soporte de una historia excepcional, de una trama que guíe al lector por sus páginas. Pero, a cambio, existe todo un universo de sugerencias que, no por repetidas, dejan de tener el encanto de lo que aparta de los usos literarios más comunes. Y es que, después de todo, en un mundo «lleno de supervivientes que no saben a qué han sobrevivido» (p. 176), «las palabras son la única medicina que tenemos para la enfermedad llamada Muerte» (p. 116).