Escribimos para hacernos eternos, incluso leemos para detener el tiempo. Todos tenemos la experiencia de haber querido volver atrás para cambiar algún hecho del pasado, y la única máquina del tiempo que conozco que funciona es la literatura, una máquina de palabras.
El deber del escritor es hablar de las cosas importantes, de las cosas que importan. El escritor no tiene que pensar en vender o no vender, eso vendrá por añadidura.
El escritor no tiene que decirle al lector cómo leer. Yo he intentado un modo de escribir en el que el silencio tenga el mismo valor que en la música, de modo que el lector rellene el silencio con sus imágenes y que el libro sea único para cada lector.
Todos los géneros son el mismo, igual que sólo hay un arte. Todos los géneros intentan comunicar algo así como un momento de revelación, una epifanía, en la que, de repente, en una página se le abre al lector un mundo nuevo.
La novela habla de las cosas que pudieron ser y no han sido, y de las cosas que han sido y debieron ser de otro modo. La ambigüedad, la sugerencia, ése es el terreno de la novela. A la literatura le conviene la tierra de nadie, el no estar nunca muy seguros de nada; la literatura no está hecha de certidumbres, sino de incertidumbres. Si estuviera muy segura no haría una novela.
Todos mis libros tratan de la segunda oportunidad, de si es posible empezar de nuevo en la vida. No hay grandes ni pequeñas historias, todo depende de la manera en que se cuenten. Es nuestro trabajo hacer que las historias sean apasionantes, si no, no las escribiríamos... Pero el escritor tiene que leer mucho para tener una voz propia y única, para no parecerse a nadie. Si no lee, se parecerá a quien no quiere.
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