EL MUNDO ES UN LIBRO QUE AÚN NO HEMOS LEÍDO

MI LIBERTAD NO TIENE PRECIO: TIENE TU NOMBRE

POETA ES AQUEL QUE SE COMPORTA IGUAL ANTE UN REY QUE ANTE UN MENDIGO

TODO ES LITERATURA; DEPENDE DE COMO TE LO CUENTEN

LA MENTE ES COMO UN PARACAIDAS, SÓLO SIRVE SI SE ABRE

Saturday, 28 August 2010

Gore y yo

Gore Vidal y Eugenia Rico en Ravello

Ahora ya sé quién mato a Kennedy, sé cómo amaba Tennesse Williams, no desconozco las penurias de Juliano el Apostata.

Después de pasar una semana en Pompeya, con Gore Vidal, con Muzius su filosófico asistente y Fabián el ex–marín que guarda sus sueños, la vida me parece un lugar distinto. Gore Vidal cambia de voz y de modales, se interpreta a sí mismo e interpreta a Shakespeare, me da buenos y buenísimos consejos para seguir escribiendo y todo esto sucede a la sombra del reloj de la iglesia de Ravello, donde durante tanto tiempo Eugene Gore Vidal habito la Villa Rondinaia como ahora habita el Hotel Carusso y el Hotel Rufolo. Hasta aquí llego André Gide a lomos de un burrito y aquí he llegado con Gore desde el Gran Teatro de Pompeya. Gore sube y baja la voz, aprieta mi mano y me cuenta sus recuerdos sobre su hermanastra Jacqueline Kennedy, de John Kennedy, de Fellini, de Lilibeth la reina de Inglaterra y de su hermana Margarita que tanto hizo por la Firma. Pero sobre todo hablamos durante horas de literatura, de cómo la antigüedad clásica cambió el mundo, del arte de soñar novelas y escribir sueños y de la cualidad amarga de los despertares.

Después de nuestra quincena en Ravello, donde Bocaccio situa un cuento del Decameron, Gore Vidal partió hacia Praga para ver a su amiga la Condesa. Gore Vidal dice que los que quieren vivir eternamente merecerían ser convertidos en pirámides. Los únicos monumentos a los muertos que los dos aprobamos se escriben con palabras. Nunca podré agradecer bastante a Gore todo lo que me enseño y cómo me lo enseño.

¡Buen viaje Gore Vidal, a tí y al querido Muzius! Hasta muy pronto.

Thursday, 12 August 2010

Macondo o el vallenato más largo del mundo. 1


VAMOS A...LA COLOMBIA DE GARCÍA MÁRQUEZ

De Aracataca a Cartagena de Indias, por el Caribe colombiano tras los pasos del autor de Cien años de soledad.

Publicada originalmente en el Viajero de El País, el 29 de agosto de 2009.

Macondo o el balleanto más largo del mundo. Muchos años después, con los ojos cerrados, ante el caserón a punto de aplastarle con su sombra, el viajero recuerda el momento en que el abuelo de García Márquez llevó a su nieto a conocer la fábrica de hielo. El mismo edificio de madera de época republicana al otro lado del río donde las mariposas no son amarillas, sino negras, y las piedras son redondas, de antes del diluvio, de antes incluso de que el coronel Nicolás Márquez llegara a Aracataca. Entonces nadie llamaba aún Macondo a este pueblo, ni siquiera Gabito, que aún no había nacido ni aprendido a contar mentiras mejor que nadie. El pueblo vivía la belle époque de la compañía bananera estadounidense y todos los prodigios parecían posibles: incluso el frío. Al niño García Márquez le sorprendió más la dureza de aquella blancura tan fría que quemaba que la ausencia de su padre que quemaba también.

Aracataca

Frente a la Casa del Telegrafista, donde se guardaron todos los enseres de los Iguarán aguardando el museo que acaba de abrirse, una anciana de dientes arrancados al hielo y a los cien años de soledad que vive el departamento de Magdalena -al norte de Colombia, al que pertenece Aracataca y de donde hace mucho que se fueron los americanos, sus grandes coches, sus muertos y su prosperidad, y se quedaron sólo las palabras del gran palabrero- recuerda cómo tuvo al niño Gabriel José en sus rodillas y que, al contrario de todos los niños del mundo, no quería oír siempre la misma historia, sino una diferente cada vez.

Aracataca es una palabra indígena que significa río de piedras; los de aquí llaman al pueblo Cataca y rechazaron en 2006 en un referéndum llamarlo Macondo a pesar de que por todas partes la palabra se levante en cercas, en casas sociales, en escuelas. El hospital lleva el nombre de la madre del premio Nobel: Hospital Luisa Santiaga Márquez Iguarán. El recién inaugurado museo (Casa Natal de Gabriel García Márquez), en el mismo lugar donde estaba la residencia de los abuelos maternos del escritor, es un edificio de nueva planta que imita los zaguanes antiguos donde las tías se mecían sin descanso en el corredor de las begonias. Sólo quedan los espíritus, un árbol milenario y el chiscón donde vivían los indios esclavos que contaban a los niños las historias de la Sierra Nevada. Aquí nacieron, en un rincón de una alcoba sin ventanas, Gabriel García Márquez (el 6 de marzo de 1927) y el realismo mágico. Aunque Alejo Carpentier fuera el partero, el predecesor, los muertos que comen con los vivos, los aparecidos de la abuela Tranquilina Iguarán y los relatos de las guerras del coronel Nicolás Márquez -que sí tuvo quien le escribiera- darían lugar al mayor mito literario en castellano del siglo XX. Era un niño en un caserón de mujeres cercado por los fantasmas de la abuela y los cuentos de guerra del abuelo.

Ryszard Kapuscinski creía que Cien años de soledad (publicada en 1967) era el mejor reportaje de la historia y los colombianos dicen que es el vallenato más largo del mundo. Lo cierto es, sin embargo, que casi toda la obra de García Márquez es fruto de sus ocho primeros años, cuando vivía con sus abuelos maternos en la gran casa poblada de espíritus y de consejas de Aracataca. Las palabras son conjuros para librarse de los demonios que llevaban acechando a la cándida Eréndira durante más de quinientos años de soledad (La increíble y triste historia de Cándida Eréndira y de su abuela desalmada, 1972). Por eso, muchas páginas después, ante el caserón insolente que se sostiene a duras penas al otro lado del monumento a Remedios la Bella (de la cuarta generación de Cien años de soledad), el lector convertido en viajero siente el calor agobiante de la fábrica de hielo abandonada y recuerda a Melquíades y a su hielo mágico.

Barranquilla

El viajero también recuerda el cajón de hielo del bar La Cueva, en Barranquilla, donde se reunían sus amigos escritores ricos en torno a la historia de un náufrago sin sospechar que el joven muchacho que escribía en El Heraldo, al que las putas de la pensión El Rascacielos lavaban la ropa, convertiría a aquel hombre en el náufrago más famoso del mundo (Relato de un náufrago se publicó por entregas en 1955).

En Barranquilla, unos niños felices se asoman a las verjas de hierro de la casa donde el niño García Márquez vivió con sus padres tras la muerte de su abuelo en 1936. Al abandono del padre, que acabó trayendo a casa varios medio hermanos, siguió una epopeya que la madre y Gabito, convertido en prematuro padre de familia, trataron de sortear con talento. Hoy, en el mercadillo vecino al Rascacielos, vendedores ambulantes pregonan ediciones pirata de Cien años de soledad. Por la escalera más desigual del mundo se atraviesa el infierno de los cuartos misérrimos donde mujeres de ojos oscuros intentan vencer a la soledad y a la pobreza malvendiendo su piel. Desde su terraza, García Márquez hacía señas a sus amigos de El Heraldo, que todavía no eran el grupo de Barranquilla; desde aquí el infierno se convierte en un cielo por el que se divisa la iglesia en la que García Márquez se casó con Mercedes Barcha, una de las dos mujeres de su vida. La otra es Carmen Ballcells, su agente literaria. La herrumbre de un espejo refleja a los desgraciados cubiertos de polvo que arrastran una bicicleta en llamas por las calles. El sol es de fuego, y el hielo, un sueño lejano, tan sólo una palabra como las de los libros.

El viajero abandona Barranquilla no antes de visitar el recién inaugurado Parque Cultural del Caribe, un museo sorprendente que próximamente tendrá una sala dedicada a García Márquez.

Tren Amarillo

"Yo nací y crecí en el Caribe. Lo conozco país por país, isla por isla, y tal vez de allí provenga mi frustración de que nunca se me ha ocurrido nada ni he podido hacer nada que sea más asombroso que la realidad". Las palabras de García Márquez se me aparecen cuando la guagua se para en los billares de Sevilla en la zona bananera que recorrió García Márquez en el Tren Amarillo. Niños pelirrojos venden tucanes, monos, serpientes y camaleones a los transeúntes, y el olor de la guayaba se mezcla en el aire con el tabaco rancio y la pestilencia agria de los orines de tanto animal muerto de miedo. García Márquez siempre ha afirmado que el realismo mágico era simplemente realismo, contar cómo es la costa caribeña de Colombia donde todos los milagros dejan de serlo ante el milagro único de que todo siga venciendo a la violencia y al olvido, venciendo incluso a los muchos más de cien años de soledad del departamento de Magdalena.



En la próxima entrada el viaje sigue por "El tren amarillo", "Tayrona" y "Cartagena de Indias".

Macondo o el vallenato más largo del mundo. y 2


Tayrona

En el parque Tayrona, en la sierra nevada de Santa Marta, los indios kogi cuidan de la armonía universal. De aquí baja un arroyo que se llama Macondo y aquí consigo ver por primera vez el árbol con ese nombre, que ignora su fama y se agarra a las rocas blancas y prehistóricas como las túnicas impolutas de los indios. Macondo es también el nombre de una finca de Aracataca y el de un mundo que nació mientras García Márquez viajaba en tren con su madre para vender la casa del abuelo y leía a Faulkner. A través de los platanales, "cada río tenía su pueblo y su puente de hierro por donde el tren pasaba dando alaridos, y las muchachas que se bañaban en las aguas heladas saltaban como sábalos a su paso para turbar a los viajeros con sus tetas fugaces". Hoy no pasará el tren (existe un proyecto para volver a ponerlo en marcha para el turismo). Es la guagua la que sigue entre plantaciones y niños desnudos hacia el horizonte blanco.

Cerca de Santa Marta, el calor es agudo como el hielo. Escolares con corbata recitan los últimos días de Simón Bolívar en la Quinta de San Pedro Alejandrino. García Márquez los recreó en El general en su laberinto (1989), alejándose de Macondo para caer en un laberinto literario del que le salvarían los vericuetos reales de Cartagena de Indias y sus mansiones coloniales. Aquí nacieron obras como El amor en los tiempos del cólera (1985), inspirada en los amores de sus padres, y Del amor y otros demonios (1994), donde narra la historia de la novicia adolescente Sierva María, que transcurre en el convento de Santa Clara. Amores prohibidos, contrariados, fértiles en hijos y en páginas.

Cartagena de Indias

Por la Ciénaga de la Virgen, de aguas dulces y saladas, entramos en Cartagena de Indias: sueño de piratas y de escritores. El calor se convierte en delirio y todos los demonios tienen nombre de mujer en el Portal de los Dulces: ajonjolí, cabellitos de ángel, maná de leche que curaron el amor de las doncellas, pero no la cólera de los esclavos. La ciudad es un párpado de piedra que se cierra en torno a la nostalgia de tiempos mejores. La casa de García Márquez se arrima a la muralla frente a un malecón por el que pasan coches que nunca se detienen. Una casa que Gabo casi no visita, quizá porque ya no le hace falta pisar el Caribe para recordarlo. García Márquez es el Caribe para millones de lectores de todo el mundo que padecieron el idilio de Sierva María y enloquecieron con el olor de las madreselvas.

"Para mí, el rincón más nostálgico de Cartagena de Indias es el Muelle de la Bahía de las Ánimas, donde estuvo hasta hace poco el fragoroso mercado central. Durante el día, aquélla era una fiesta de gritos y colores, una parranda multitudinaria como recuerdo pocas en el ámbito del Caribe. De noche era el mejor comedero de borrachos y periodistas. Allí estaban, frente a las mesas de comida al aire libre, las goletas que zarpaban al amanecer cargadas de marimondas y guineo verde, cargadas de remesas de putas biches para los hoteles de vidrio de Curaçao, para Guantánamo, para Santiago de los Caballeros, que ni siquiera tenía mar para llegar, para las islas más bellas y más tristes del mundo. Uno se sentaba a conversar bajo las estrellas de la madrugada, mientras los cocineros maricas, que eran deslenguados y simpáticos y tenían siempre un clavel en la oreja, preparaban con una mano maestra el plato de resistencia de la cocina local: filete de carne con grandes anillos de cebolla y tajadas fritas de plátano verde. Con lo que allí escuchábamos mientras comíamos, hacíamos el periódico del día siguiente". La voz de García Márquez resuena a lo largo del viaje, cuya mejor guía es Vivir para contarla (2002), sus memorias.

Muchas palabras después, el viajero metido a escribidor recordará los callejones de Cartagena donde un premio Nobel le enseñó que ser escritor no es otra cosa que estar loco y volvería a recorrer la ruta de García Márquez. Esta vez, con los ojos cerrados.

 Fotos: Parque Tyrona (arriba). Aracataca (abajo)

Saturday, 7 August 2010

Los ojos abiertos

Recupero este texto, publicado originalmente en la Revista Hispanoamericana de Cultura Otro Lunes.


LOS OJOS ABIERTOS

Cerraba los ojos y veía el rostro de Lorenzo. Le veía con los ojos cerrados y cuándo los abría, el dinosaurio ya no estaba pero el gran Lorenzo Silva todavía estaba allí.

Lorenzo y yo compartimos una “road movie” con escenas de acción como aquellas en las que corríamos por las calles entre una emisora de radio y un plató de televisión a punto de lograr el viejo sueño de la humanidad de estar en dos sitios al mismo tiempo. Desayunaba con Lorenzo y cenaba con Lorenzo. Los días en los que no estábamos de gira le echaba de menos. Tenía una conciencia de Lorenzo Silva, de su ausencia, similar a la que tienen los mutilados que sienten los miembros que les han amputado hace tiempo. Conocía las historias de Lorenzo Silva antes siquiera de que las hubiera escrito. Yo siempre había creído en un inconsciente colectivo en el que están todas las historias. Todas las lecturas, las relecturas, las cuartillas rotas no son sino modos de ejercitar el músculo de las palabras, de manera que en los escasos momentos en los que uno siente que le dictan pueda cazar al vuelo la voz que habla en esos instantes en los que se escribe en estado alpha, los momentos que unos llaman inspiración y otros epifanía: los escasos minutos que justifican una vida dedicado a un oficio que para muchos es quimera. Los años de trabajo permiten que esos momentos en que sientes que te dictan las palabras fluyan, que encuentres el tono, la voz y la respuesta. Lorenzo Silva y yo pronto descubrimos que oíamos la misma voz que nos contaba, a veces, las mismas historias. Cuando él presentó mi primera novela Los amantes tristes descubrimos que él estaba preparando una historia sobre Paris, que se parecía tanto a la mía a pesar de ser tan suya. A partir de entonces siempre me he encontrado a Lorenzo Silva en los momentos cruciales de mi vida. Presentó dos de mis novelas, fue generoso con una joven escritora y me colmó de elogios que quizá no merecía. Conocí a Lorenzo leyendo La flaqueza del bolchevique una novela corta que es una gran novela. El éxito del sargento Bevilacqua y su compañera Chamorro quizá ha eclipsado las que para mí son las grandes novelas de Lorenzo Silva: novelas como La flaqueza… y El nombre de los nuestros. Novelas negras en el sentido de que hablan de lo negro del alma a través de lo claro de las palabras. Por eso espero seguir encontrándome a Lorenzo Silva a través de las páginas y los kilómetros con los ojos cerrados y con los ojos bien abiertos. Porque él es el autor que ha ayudado a toda una generación a abrir los ojos.