EL MUNDO ES UN LIBRO QUE AÚN NO HEMOS LEÍDO

MI LIBERTAD NO TIENE PRECIO: TIENE TU NOMBRE

POETA ES AQUEL QUE SE COMPORTA IGUAL ANTE UN REY QUE ANTE UN MENDIGO

TODO ES LITERATURA; DEPENDE DE COMO TE LO CUENTEN

LA MENTE ES COMO UN PARACAIDAS, SÓLO SIRVE SI SE ABRE

Sunday 24 June 2012

El fin de la raza blanca


Os cuelgo hoy el texto que J.M. Plaza publicó en la edición digital de El Mundo el pasado 20 de marzo con el deseo de que no sea "El fin de la raza blanca" ni de ninguna otra. 

Ha escrito decenas de relatos, pero ahora, tras cinco novelas de gran éxito, publica un libro de cuentos: 'El fin de la raza blanca' (Páginas de espuma), un volumen de 101 páginas exactas. Demasiado breve quizás. Eugenia Rico tiene otra visión. "Es el más largo de todos mis libros porque sigue sucediendo en la mente del lector después de acabarse. Es un libro denso, con historias fuertes y mucha violencia. Hay más de un muerto por relato, algo que nunca sucede en mis novelas". Quizás por ello, a pesar de tener tanto material, ha decidido elegir tan solo 12 cuentos, además de dos microrrelatos, para este libro dividido en tres partes clásicas: Cielo, Purgatorio, Infierno.

"Son historias independientes que tienen relación y dialogan entre sí. Estos cuentos tratan de gente a la que no le han enseñado a ser feliz y han de buscar su felicidad y sobre seres ordinarios a los que les suceden cosas extraordinarias". Aquí hay historias criminales, pero también relatos sobre el tormentoso mundo de la pareja.

Eugenia Rico se inició precisamente escribiendo poesía y cuentos, pero siempre ha tenido mucho respeto a este género literario: "Un cuento es como un polvo, una novela es una historia de amor –dice e insiste–. Escribir un cuento es como cantar 'a capella', sin acompañamiento. No es posible disimular con la música". Eugenia Rico, que se inició en la literatura con 'Los amantes tristes', obtuvo el premio Azorín con 'La muerte blanca'. Su última novela, 'Aunque seamos malditas', ha sido uno de los grandes éxitos de venta y crítica en Alemania y le ha abierto la puerta de Estados Unidos, en donde lo están traduciendo.

"Fue de casualidad. Daniel Kehlman [el autor de 'La medición del mundo'] leyó mi novela en Marbella y se la recomendó a su editor", explica la autora asturiana, que ha sido muy apoyada en Alemania y se le ha saludado como "la voz más importante de la nueva escritora en español".

El final de la raza blanca

El título del libro (que es también el de un cuento sobre la época en que el Gran Kahn cierra China a los occidentales) tiene mucha que ver con el tiempo que nos ha tocado vivir: "Esto es una hecatombe económica, pero también política, ética y emocional. No es sólo el fin del estado del bienestar, sino el final de los sueños de la raza blanca".

Este fin supone un cambio de valores, que ya se empiezan a percibir en la sociedad norteamericana. Así lo ha comprobado Eugenia Rico, que ha estado cinco meses hablando de literatura en el campus de Iowa, en las mismas aulas que pisaron anteriormente Raymond Carver o Richard Ford.

"Ya se está acabando la época en la que los buenos eran los perdedores y para triunfar había que ser un tipo sin escrúpulos. Hay que quitar el poder a los malvados". Y lo comenta, esperanzada, ya que "la maldad" ha sido uno de los temas que más le han obsesionado y que ha tratado con frecuencia en sus novelas.

Tuesday 19 June 2012

Virginia Woolf y Eugenia Rico: tiempo, literatura, amor, muerte


Rafael Arenas García, en su blog "El jardín de las hipótesis inconclusas" ha publicado un interesante y extenso post titulado "Virginia Woolf y Eugenia Rico: tiempo, literatura, amor, muerte" que hoy me emociona poder compartir con vosotros. 

Podéis leer su post en el blog "El jardín de las hipótesis", o en la parte inferior de esta entrada. 

Desde aquí mando mil abrazos para Rafael, con todo mi agradecimiento por su reflexión en su blog. Y a vosotros por seguir leyendo.



¿Por qué escriben quienes escriben? ¿Qué les mueve a contar historias, a juntar palabras, a expresar o provocar emociones? ¿Las razones de cada uno de ellos son particulares, diferentes o, por el contrario, si miramos lo suficientemente adentro resultará que un único impulso básico y por tanto primitivo une a todos los que son llamados “escritores”?

Podría ser que no fuéramos conscientes de ello; pero esta pregunta es, quizás, la que permitiría entender una de las más inexplicables costumbres de nosotros, los lectores; la de comparar a los escritores entre sí. Cada vez es más frecuente que las editoriales y las librerías presenten a un autor en relación a otro. "La Agatha Christie de los países nórdicos", "el Faulkner alemán", "un Oscar Wilde postmoderno" o, como ha sucedido realmente hace unos meses (los anteriores son epítetos inventados), "la Virginia Woolf de la era facebook" o la nueva Virgina Woolf, que es como se calificó a Eugenia Rico en el blog de literatura en español del New York Times

A mí siempre me han molestado estas relaciones forzadas entre escritores, aunque reconozco que como lector también incurro en esta falta. Últimamente, por ejemplo, no dejo de comparar "Vida y destino" de Vasili Grossman (una de las mejores novelas que he leído) con "Guerra y Paz" de Tolstoi. Aunque racionalmente lo denostemos no podemos evitar caer en este juego de comparaciones e, incluso, de clasificaciones (los diez mejores libros que has leído, el mejor autor del siglo XX, el mejor poeta romántico, etc.). La afición de nuestra especie a coleccionar, que se aprecia de forma prístina en los niños pequeños e, incluso, en nuestros parientes cercanos, los chimpancés y el resto de los grandes simios, conduce a la costumbre de clasificar y jerarquizar. Probablemente está en nuestros genes, qué le vamos a hacer.

En lo que se refiere a la literatura este divertimento es profundamente injusto. Cada autor es único y tiene su propia voz. Pienso que si yo escribiera me molestaría que me comparasen con nadie. Y tanto da que se trate de un autor desconocido como de genios absolutos como Dante, Shakespeare o Cervantes. Cada uno ha de tener su lugar bajo el sol o en el limbo de los condenados. Quizá el lugar de algunos sea más grande que el de otros; pero todos tienen derecho a que el suyo les pertenezca plenamente.

Ahora bien, pese a la injusticia, existen razones profundas para que seamos tan proclives a este juego de comparaciones, y es que a través de ellas podemos asomarnos, aunque sea a hurtadillas a uno de esos grandes misterios de la literatura, las razones para escribir. Cuando comparamos autores, temas y estilos nos acercamos, muchas veces sin saberlo, a esa cuestión. Se explica así que con frecuencia se pretendan encontrar las claves de un autor en su biografía, en sus circunstancias vitales, en los acontecimientos que vivió. Me parece que últimamente se ha denostado esta forma de proceder y se pretende hacer crítica literaria desconectada de los avatares personales de los autores. No sé bien a qué viene este propósito; pero intuitivamente me parece equivocado. Ciertamente la anécdota por la anécdota es irrelevante literariamente, pero no así esa anécdota cuando puede conectarse con lo que ha escrito dicho autor. En este caso la anécdota ya no es tal, sino una clave que puede resultar valiosa para entender esa cuestión nuclear: ¿por qué escriben? Entendida así la biografía de un escritor puede tener sentido comparar unos con otros. De esta forma podemos tentativamente plantear hipótesis que nos acerquen a la respuesta. Cuando experiencias similares conducen a obras literarias que de alguna forma pueden ser relacionadas se sientan las bases para de algún modo poder averiguar por qué escriben los escritores.

En el caso de Virginia Woolf y Eugenia Rico hay un elemento en la biografía de ambas que inmediatamente salta a la vista de cualquiera que inicie este ejercicio. Ambas sufrieron en su adolescencia la pérdida de algún ser querido. En el caso de Virgina Woolf se trataba de su madre y de su hermana, fallecidas cuando Virginia tenía trece y quince años respectivamente; en el de Eugenia la de su hermano, muerto cuando la escritora tenía dieciséis o diecisiete años. La huella de esa pérdida en la obra de Rico es explícita en el que para mí es su mejor libro, “La muerte blanca”. En éste se hace difícil separar lo que es relato fiel de lo que es inventado; pero en cualquier caso delimitar con precisión entre lo uno y lo otro me parece secundario porque lo que es claro es que todo (lo histórico y lo inventado) es profundamente auténtico, real en el sentido literario del término. No hay en el libro ninguna impostura, ninguna recreación artificial sino, por el contrario, un discurso que suena a desahogo y que agarra al lector desde la primera página hasta la última.

En lo que se refiere a Eugenia, por tanto, la primera –y apresurada- respuesta a la pregunta de por qué escribe encuentra una fácil constestación tras una rápida consulta a su biografía. La muerte de su hermano tenía que ser contada, tenía que ser relatado el profundo cambio que se produce en la persona cuando se sufre una pérdida semejante. Años seguramente de dolor inexpresable encontraron finalmente su cauce en este relato. Escribió Eugenia porque quería contar, lo que implica (y sobre eso volveremos un poco más adelante) que quería que fuera leído, que su dolor fuera compartido en alguna forma. Nadie escribe para encerrar el folio en un cajón bajo llave o, mejor aún, para quemar lo que se ha escrito sin dar oportunidad de que nadie lo conozca. Casos hay de escritores que dieron al fuego parte de su obra u ordenaron que se diera al fuego esa obra; pero estos son supuestos especiales que se explican por circunstancias particulares, no pueden ser tomados como regla porque precisamente la regla es que quien escribe quiere ser leído, lo que no es más que una manifestación particular del deseo de ser escuchado; deseo universal que tan bien resumió Virginia Woolf en su Orlando “Los seres humanos prefieren sufrir la incompresión o el ridículo a guardar silencio”.

“La muerte blanca” es, por tanto, la huella más clara de una pérdida temprana en la obra de Eugenia Rico, pero no es la única, desde luego. Otras son más sutiles; pero, precisamente por esto, quizás más significativas. La muerte no vale solo por sí misma, sino, sobre todo, por la forma en que tiñe la vida. No podemos concebir la vida sin la muerte (o quizás sí, pero eso vendrá más adelante) y esto hace que la muerte y su experiencia transforme la percepción que se tiene de la vida. Si en “La muerte blanca” el tratamiento de la muerte es explícito en otras obras de Eugenia aquélla se deja ver a través de la forma en que transforma la experiencia vital. Así sucede en “La edad secreta”, donde la referencia en el título es, precisamente, a los años que quedan por vivir. En todo el relato se aprecia esta forma especial de percibir la vida que resulta de una experiencia cercana a la muerte. La forma en que una mujer que está en sus cuarenta años pretende apurar la vida consciente de que es un bien que se agota, que puede terminar en cualquier momento, convierte el relato en paradigma de cómo es la muerte la que transforma la vida en devenir; y esto se me antoja relevante, porque pocas veces caemos en la cuenta que ese devenir, que ese transcurso del tiempo que caracteriza toda nuestra experiencia del mundo es fruto, precisamente, del choque brutal de la vida con la muerte. Sin la muerte el tiempo no existiría tal como lo conocemos y toda nuestra forma de percibir la vida sería diferente.

Es en la percepción de este devenir donde se encuentran Virginia Woolf y Eugenia Rico. A mi conocimiento no hay en la obra de Virginia nada que se asemeje a “La muerte blanca” de Eugenia. Quizás si Virginia hubiera podido escribir en un momento u otro una obra equivalente no hubiera sufrido lo que sufrió en vida y no hubiera muerto tan prematuramente como lo hizo. Quizás; pero lo cierto es que esa obra -que hubiera sido el equivalente médico a una incisión que permite fluir a la sangre que se ha acumulado entre los tejidos y huesos tras un fuerte golpe- no existe; aunque sí disponemos de obras en las que se nos habla del devenir. De hecho el devenir es una constante en la obra de Virginia Woolf. “Las olas” lo muestra con una imagen de una tremenda fuerza pese a su carácter tópico. Esas olas que desde el mar llegan a la playa imperturbables ante los cambios que se producen desde el amanecer hasta el ocaso quizás sean en ese sentido más importantes incluso que los extraordinarios soliloquios que componen esta obra maestra. El devenir también esta presente en otras obras de Virginia Woolf. El interés en que el relato de un solo día pueda iluminar existencias enteras, que está presente en “Mrs. Dalloway” y también en “Los años” nos habla también de esa experiencia particular en relación al tiempo que tan próxima pueden sentir quienes saben que la eternidad no es un tiempo prolongado sino la ausencia de tiempo.

La excepción a esta forma peculiar de concebir el tiempo es la que, quizás, sea la obra más bella de Virginia Woolf, “Orlando”. Aquí la clave de la obra es el transcurso del tiempo, los siglos, sin que el protagonista envejezca o muera. Es cierto que es afectado por un cambio no menor, como es el de pasar de ser hombre a ser mujer; pero este cambio no hace más que incidir en esta experiencia que pretende ser total respecto al tiempo. Si en otras obras de Virginia Woolf el tiempo es el que vence aquí es el derrotado; pero este cambio tiene una explicación y es que “Orlando” es, como se ha dicho alguna vez, la carta de amor más larga escrita nunca, la forma en que Virginia contó al mundo la experiencia que para ella supuso su relación con Vita Sackville-West. Y el resultado es extraordinario. No creo que sea casual que cuando el amor arrebata a la autora (¡y de qué manera!) se produzca una explosión de belleza como no he visto nunca, tan solo equiparable a la mucho más fría y racional que es la Comedia de Dante; pero, claro, el amor de Dante fue construido laboriasamente por él mismo, mientras que en el caso de Virginia Woolf sí que gozó de la entrega de su amante, y esa no es una diferencia baladí ni en la vida ni en la literatura.

Virginia Woolf no escribió –ya lo hemos dicho- un equivalente a “La muerte blanca” y Eugenia Rico no ha escrito un equivalente e “Orlando”. El libro de Eugenia que más se ocupa del amor es, precisamente, “La muerte blanca”; pero el amor del que trata es el amor fraternal, no el amor sexual y apasionado que se encuentra en la fuente del “Orlando”. Es cierto que tanto en “Los amantes tristes” como en “La edad secreta” nos encontramos con amantes; pero el amor (o si se me permite la cursilería, el Amor con mayúscula) no está presente. Eugenia no nos ha descubierto aún, por tanto, esa fiesta que es el transcurso del tiempo no limitado por la muerte. En ella, en Eugenia, el devenir se explica a partir de la disección de experiencias transcendentes que se desarrollan como fogonazos, como llamas que se encienden y apagan en instantes pero cuyo recuerdo o explicación puede demorarse cientos de páginas. Así sucede en toda “La edad secreta” y en muchos momentos de “La muerte blanca” (inolvidable en ésta el relato del momento en el que se le transmite a la protagonista la noticia de la muerte de su hermano). En su última novela, “Aunque seamos malditas” la opción es diferente. Aquí el devenir se representa por medio de dos historias paralelas separadas por varios siglos y desarrolladas sobre los mismos lugares. Aquí la historia sirve como metáfora del miedo y, por tanto, odio al que parece más débil, al diferente que, sin embargo, oculta saberes y capacidades desconocidas. Una historia universal de la opresión que, por inabarcable en su relato pormenorizado, parece pretender que el lector la aprehenda a través de un simple paralelismo (uno, dos, muchos; tal como cuentan los niños pequeños).

Probablemente todo lo anterior no sean más que especulaciones gratuitas y sin substancia; a mi, sin embargo, me satisface divagar sobre estos temas. Pretender adivinar que tanto Virginia Woolf como Eugenia Rico nos hablan del devenir porque son bien conscientes (o subconscientes) de que la muerte transforma de forma esencial e irremediable la vida y nuestra concepción del tiempo me produce una íntima satisfacción que se conecta a la pregunta con la que comenzaba ¿por qué escriben quienes escriben? Ahora bien, todavía quedaría por saber cuál es la razón por la que esa pregunta interesa a los lectores. ¿Por qué habríamos de preocuparnos de las razones de aquellos que escriben? ¿No debería bastarnos con leer lo que nos ofrecen sin parar en cuáles fueran las razones que les impulsaron a escribirlo? Parece ser que no, que no nos es suficiente esto y rebuscamos entre los datos para responder a esta pregunta e, incluso, para llegar a conocer los detalles de la existencia de aquellos que nos regalan sus páginas. Intentar dar respuesta a este interrogante (¿por qué nos interesan las razones de quienes escriben?) puede también resultar interesante ya que nos conecta con una pregunta aún más profunda: ¿por qué leemos?

La impresión que tengo es la de que la pregunta sobre las razones de quienes escriben está íntimamente conectada a la cuestión de las razones de quienes leen. Al fin y al cabo la literatura no es un ejercicio solitario, sino que precisa la interacción entre autor y lector, tal como expresó de forma magistral Perec en “La vida, instrucciones de uso”. Antes ya hemos hecho referencia a la necesidad que, por lo general, tiene el autor de lectores. El escritor no escribe para sí mismo, sino que lo hace para comunicarse con otros. Desea trasladar pensamientos, emociones, inquietudes que han de ser respondidas por el lector. Ahora bien ¿por qué el lector ha de detenerse en lo que relata el escritor? La respuesta es también intuitivamente clara: porque cuando el escritor nos habla de sí (desengañémonos, todos los escritores hablan de sí mismos) está hablando también del lector. Si el lector no se identifica con lo que se le cuenta abandonará el cuento, el poema o la novela. Si sigue leyendo es porque consciente o inconscientemente descubre que ese escritor al que quizás no ha tratado nunca o puede que muerto hace siglos o incluso absolutamente desconocido está hablando de sí mismo, del lector y de sus experiencias y sentimientos; con frecuencia de sentimientos o experiencias de los que ni siquiera era consciente. De hecho cuanto más revelador sea la obra para el lector más interesante le parecerá; es por eso que la buena literatura ha de contener siempre la dosis justa de misterio, de dificultad. La suficiente como para incitar al lector a realizar un ejercicio intelectual que le hará mirar un poco más allá de lo que es su horizonte habitual; pero no tanta como para desanimar al lector superado por un galimatías que resulte absolutamente inextricable. Wallace Stevens expresó bien esta idea cuando decía que la poesía debía resistir a la inteligencia “casi con éxito”. Cuando el lector encuentra una obra que le exige ese esfuerzo justo premiado con la satisfacción de descubrir sentimientos o ánimos que le son propios y que hasta ese momento no conocía gozará de la literatura, que no es más que una comunicación íntima entre el autor y el lector que permite que ambos hollen terrenos que van más allá de la experiencia común y cotidiana, aunque con frecuencia parten de ésta, de la realidad conocida para llegar a la realidad desconocida, la más auténtica.

Visto desde esta perspectiva cobran nueva luz afirmaciones como la de que “nos hallamos ante una obra muy personal”. Normalmente frases como ésta se refieren al escritor, pero quizás el crítico o reseñador está haciendo referencia a sí mismo, porque la obra en cuestión ha conectado con su yo profundo de una forma inesperada y fructífera. Para mí ésta es la magia de la literatura, la prueba que todos nosotros, individuos de una especie que se caracteriza por una exagerada capacidad simbólica, estamos conectados por sentimientos comunes y existen algunas personas, los artistas que son capaces de ponerlo de relieve. Si analizamos las razones por las que ellos escriben y nosotros leemos descubriremos que constituimos una fraternidad más profunda de lo que a veces pensamos. Los grandes temas que aborda la ciencia, la filosofía, la teología son convertidos en experiencia personal por los escritores. A mi me satisface pensar en cómo Virginia y Eugenia han sido capaces de hablarnos de uno de esos grandes temas: la muerte, el devenir, el amor; de una forma tal que hablando de sí mismas hablaban de todos nosotros.

Thursday 14 June 2012

La ironía es la voz de Dios


Posteo la entrevista de Alfonso García del pasado 10 de junio en el Diario de León. Desde aquí aprovecho para mandarle un fuerte abrazo. Espero vuestros comentarios.


Eugenia Rico (Gijón, 1972), conocida y reconocida novelista, publica su primer libro de relatos, El fin de la raza blanca (Páginas de Espuma). Un conjunto de catorce piezas que bucean en la tensión, la supervivencia, la presencia de la maldad, el amor corrompido… Humor, sátira social, crítica política… bajo la cuidada mirada de una literatura sólida y llena de registros y sugerencias. 

—Usted es conocida como novelista. A pesar de la narrativa dispersa por antologías y publicaciones periódicas, este es su primer libro de cuentos. ¿Por qué? 
—Se predica que la novela es un género de madurez, a mi modo de ver el relato es un género de madurez: una sola palabra de más basta para destruir un relato. El cuento tiene que ser perfecto, en el relato un autor busca la página perfecta y la obra total. Siempre he cultivado el relato corto pero quizá me haya influido mi estancia en Iowa: la Universidad donde se formó Carver, Cheever, Flannery O’Connor. Autores de algunos de los mejores cuentos del mundo. En Iowa todos los caminos llevan al cuento.

—‘El fin de la raza blanca’ toma el nombre de un relato, un terrible relato de amor en el que se adivinan muchas lecturas. ¿Por qué este título? 
—En la Feria de Guadalajara me hicieron una entrevista para el último programa de Aspekte, el principal programa cultural de la televisión pública alemana la ZDF, hablando de las perspectivas para el tercer milenio y el fin del modo de vida de la «raza blanca», de las consecuencias de la caída del muro de Berlín, entonces tuve una visión que entronca con este cuento modernista sobre la traición. La raza blanca como la criada del cuento emprende la senda que lleva a la destrucción y el relato está también basado en la historia real del Gran Khan que construyó el Taj Mahal y que prohibió la entrada a la raza blanca en la India por los motivos que se explican en el cuento. 

—Llama inicialmente la atención el hecho de que la obra esté dividida en tres partes significativas: ‘Cielo’, ‘Purgatorio’ e ‘Infierno’… ¿La vida es así? ¿De qué estado está más cercana? 
—¿Quién no ha pasado alguna temporada en el Infierno y algunas horas en el Cielo? Los personajes de El fin de la raza blanca viven en el Infierno pero hablan castellano y gracias al idioma se escapan al Purgatorio y luego al Cielo de las palabras. Los protagonistas se buscan en el Cielo, se encuentran en el Purgatorio y en el Infierno se quitan las máscaras.

—La construcción de los relatos parece un juego en que se mezcla lo fantástico, el humor, la ironía, la acidez… 
—En el Norte la humedad hace que los confines de la piel se difuminen, no sabemos lo que está dentro y lo que está fuera, por eso en el Noroeste en los filandones los contornos de la realidad se expanden y el humor es la forma suprema de la inteligencia, y el humor aspira a convertirse en ironía y la ironía es el timbre de la voz de Dios. 

—Hay historias muy duras, tratadas a veces con delicadeza, siempre con originalidad, como ‘La noche de la Candelaria’. ¿Esconde aún la guerra civil muchas posibilidades narrativas? 
—Nuestra contienda se ha convertido en un icono como la Segunda Guerra Mundial, en un escenario para el tiempo de los asesinos que revela lo mejor y lo peor del ser humano. 

—‘La línea gris’, por poner un ejemplo, además de estremecedor, es un relato con una estructura que no permite respirar al lector, que se ve envuelto en la trama. ¿Está aquí el secreto de un buen relato? 
—La respiración es uno de los secretos de un gran escritor. El relato debe llevarnos del principio al final en una sola respiración: una bocanada que dejamos escapar aliviados al final del relato que es el comienzo de otra historia en nuestra cabeza. 

—Además de la mirada desnuda que se asoma en estos relatos, la fuerza del lenguaje es fundamental. ¿Qué prefiere en él, precisión, sugerencia, intensidad, pulcritud…? 
—El escritor tiene que dominar el lenguaje como un jinete a su caballo, y a la vez dejarse dominar por él como hacemos con el verdadero amor. La lengua debe ser honesta y justa y juguetona, hay que buscar en ella texturas como un gran cocinero las busca en sus platos, deconstruir el lenguaje para hallar caminos nuevos. 

 —Parece que el relato aún no está suficientemente reconocido en España, y la verdad es que contamos con una excelente nómina de cultivadores. ¿Encuentra alguna explicación? 
—América es el continente del relato y Europa el de la novela. España es país de grandes cuentistas, pero los editores que no los lectores apoyan sólo la novela. Si Borges fuera español sería desconocido. Es importante dar a conocer a nuestros grandes cuentistas. 

—Es frecuente la creación de decálogos por parte de no pocos cuentistas. No llegaré a tanto, pero sí a preguntarle cuáles son, a su juicio, las claves de un buen relato.
—Un buen comienzo y un gran final. Una Epifania: el descubrimiento de una verdad ignorada que siempre había estado allí. Un escalofrío: el que debe recorrernos. Una iluminación: como un relámpago el cuento ilumina durante unos instantes la realidad y nos permite ver lo que hay debajo.

—Si en España su obra es conocida y premiada, la admiración en Alemania sobrepasa muchos límites. Una buena parte del público y la crítica de este país la considera «la nueva estrella de la literatura en español». 
—Lo dijo Ulrike Timms, la crítica estrella de Deuschland Kultur Radio que se unía a los elogios de Daniel Kehlman, quizá en estos momentos el escritor más importante de Alemania. Es muy importante el reconocimiento en Alemania a mi calidad como escritora porque es un país de muchos y muy buenos lectores, el país que ya encumbró a Javier Marías, por eso estoy sorprendida y agradecida.

Wednesday 6 June 2012

Crónicas bradbúricas


Descubrí que no existía la vida después de la muerte leyendo La tercera expedición a Marte de Ray Bradbury. Al principio el cuento se titulaba El cielo está en Marte lo cuál era todo lo contrario que afirmar que Marte está en el cielo. El cuento demostraba mejor que Feuerbach que Dios es el hombre y que el Dios sin nombre son los libros. 

Yo amaba la Ciencia Ficción y en España los sabios afirmaban que ni las mujeres ni los lectores de cómics podrían entrar en el Reino de los Cielos. O por lo menos en la Real Academia de la Lengua. Así que seguí leyendo a Bradbury. En tanto que persona-libro decidí aprenderme de memoria La tercera expedición a Marte, pero los cantos marcianos me obligaron a amarrarme al cascarón de proa de lo banal. Bradbury me enseño que lo culto es lo popular y la poesía la mejor arma del Apocalipsis.

En Inglaterra Crónicas marcianas se tituló The Silver Locusts y en España la tele hizo famoso uno de los libros de relatos más bellos de la historia, el mismo que cambio mi vida antes de la Muerte.


Sunday 3 June 2012

El mito y el tiempo


Nadie es un mito hasta que no se muere. Incluso existe una expresión: “un mito viviente” para señalar la contradicción de quién es un mito y se obstina en permanecer con vida. Carlos Fuentes era un mito con piernas fuertes y camisas planchadas, tan derecho, tan plantado que no parecía cuando le vi por primera vez en París con trato de Jefe de Estado que nada pudiera hacerle tropezar, mucho menos la muerte. Ahora con los gritos con su nombre convirtiendo el español en un único mundo de plañideras Fuentes es un mito completo, terminado de labrar por el final. "La Muerte es el Gran Mecenas, el Ángel de la Escritura", dijo él. Escribimos para no morir. Fuentes comenzó a no morir en 1958 cuando publico La región más transparente allí dejo de ser Carlos y se hizo Carlos Fuentes.

Fuentes elige enfrentarse a México, cuestionar México porque Fuentes se convierte en México en la fuerza telúrica de las contradicciones de México: el país que lo contiene todo, que lo es todo. Donde la Muerte es Vida, donde la Vida es muerte. El país de Comala donde nadie se ha atrevido a escribir como Juan Rulfo, el país donde vive y nace el “boom” donde se amamanta a Bolaño, el país del movimiento Mac Hondo. El país de Aurora y sus sesenta y dos páginas perfectas. El México que Fuentes se inventa como si fuera un territorio imaginario como Yoknapatawpha, como Macondo. Fuentes inventa a México para que México invente a Fuentes. Convierte a la Santa Muerte, a la lucha contra el poder, a la indignación y la libertad en personajes de la tragedia del mundo. Sus protagonistas podrían vivir en el Infierno pero han elegido vivir en México. Hay muchas interpretaciones a la obra de Carlos Fuentes, la soberbia es su principal virtud y la ambición es su modestia. No se puede entender qué es un mito y porque se muere sin leer Terra nostra o La edad del tiempo. Si es que el tiempo tiene edad es que puede morir, si Carlos Fuentes fue un mito es que pudo vivir.